jueves, 9 de septiembre de 2010

Tributo

Navego a la luz de un sol que quema y reluce, diáfano como el oro que es mi tierra. Las olas mecen mi cuerpo, mi alma y mi espíritu, y arrullan en mi oído canciones secretas. El mar camina a sus anchas, tan conocido y desconocido como siempre, azul como nunca, orgulloso y límpido cual noble caballero. Surca mi vida y la marca con fuego y sal.

Jamás olvidaré lo que se siente al volar. Tú, océano oscuro y a veces letal, me llevaste por puertos y playas, a través de tempestades y calmas, por una vida que, al final, me alejó de tu lado.

Aún recuerdo los días en los que el miedo atenazaba el corazón de una niña que no te conocía. Le enseñaste a no temerte, pero a respetarte, a sentirte y amoldarse a tus pasos. ¡Ay, mar! Que sustos diste a la intrépida buscadora de sueños que yo un día fui. Aquella niña ya no existe, quizás.

El viento fue el motor, el que me ayudó a acompañarte y descubrirte. A veces tierno, acariciaba mi cara y mi cuerpo. Como contrapunto, la furia, la fuerza desatada, las grandes sacudidas, el pelo suelto y los ojos entrecerrados. Solo oír su rugido, levantándote, mar, haciéndome despertar a salpicones de tus amadas perlas saladas, me llenaba de una energía que nada más podría entregarme. Sentir la velocidad, esa sensación liberadora, aterradora y al mismo tiempo excitante.

Al viento lo domamos, mar, y aprendimos a utilizarlo para llegar lejos, muy lejos. Podríamos ir a cualquier parte, perdernos para siempre los dos. Pero privar al mundo de tu belleza sería una insolencia por nuestra parte. No, mejor quédate, que yo volveré algún día.

No sé qué estoy diciendo. Nada de esto parece real. Tal vez solo fue un sueño, uno que me persigue cada día, desde que abandoné el mar y todo lo que, para mí, suponía.