jueves, 11 de noviembre de 2010

Dolor y Justicia

- - ¡Luego te veo! – un beso fugaz en los labios y ella corre porque el semáforo del peatón ya está en verde.

Dan se marcha en la dirección contraria, con una sonrisa en la cara. La fragancia que su chica, Sara, desprende prevalece unos segundos más en el ambiente. Sin embargo, no ha dado dos pasos cuando oye un grito desgarrador, un estruendoso golpe y un terrible chirrido de frenada. Dan se da la vuelta despavorido, en su mente no hay nada, solo el sonido. Un solo segundo de sorpresa, y a continuación la inevitable confirmación de que quien está tirada en medio de la calzada es ella.

Una especie de fuerza le invita a echar a correr en cualquier otra dirección y alejarse de todo aquello. Parece que el tiempo se para, la gente está mirando la escena, quieta, y un silencio artificial se apodera del mundo y cae como una losa sobre todos. Pero solo ha transcurrido un segundo.

A continuación, el motor del coche, que se había calado, vuelve a rugir y, en un golpe de acelerador, desaparece dejando solamente lo escandaloso de su huida.

Dan reacciona de repente y corre hacia Sara, que está desvanecida, quieta en una posición extraña sobre el asfalto. Como en una cruel coincidencia ella ha quedado mirando en su dirección. Cuando está a un paso de ella, la ve abrir los ojos lentamente, desconcertada, aturdida. Grita al gentío que sigue mirando que llamen a la ambulancia.

Dan siente el corazón en la boca, desbocado, dolorosamente vivo en comparación con el de ella. Utiliza sus básicos conocimientos de primeros auxilios: le habla, la obliga a mirarle, comprueba que puede respirar, pero ella no puede moverse. Debe tener varias costillas rotas, su pierna está rota y tiene magulladuras por todas partes. Está bañada en sangre de los diversos cortes y heridas, pero a él no le importa. Le susurra que todo va bien y que no se mueva, pese a los vanos intentos de ella de moverse.

Lo mira sin hablar, con los ojos llenos de lágrimas. Ni siquiera parece ella. Dan coge su mano con sumo cuidado y la acuna en las suyas, hablándole de cosas sin sentido. Dice su nombre una y otra vez.

En un par de ocasiones, Sara está a punto de cerrar los ojos. Un miedo sobrenatural invade a Dan, y en ese momento casi le grita que debe mantenerse despierta, que le escuche, que no se vaya. Pero a la tercera ella cierra los ojos sin más y no los vuelve a abrir. Hay más gente alrededor, pero no parecen saber qué hacer, así que Dan no les hace caso.

Dos minutos más tarde, llega la ambulancia. Parece que haya pasado un siglo. Lo separan de ella, le hacen preguntas sin parar. Él se siente aturdido, frío, mirando fijamente la cara de Sara mientras la gente se dispersa y los sanitarios hacen su trabajo.

Le preguntan si quiere subir a la ambulancia, y se ve a sí mismo avanzando hacia ella como un autómata.

- - ¿Cómo está?

- - Pues no te lo podemos decir con seguridad ahora mismo hasta que no le hagamos pruebas, pero parece tener varios huesos rotos, y al menos un golpe en la cabeza. Aún no podemos saber la gravedad, pero no te preocupes, tranquilo. - ¿Que no me preocupe?

Siguen tratándola durante todo el trayecto. Dan entra en un estado de confusión paralizante. No sabe qué pensar, el miedo se abre paso finalmente.

En el hospital, no le dejan entrar con ella. Lo único que saben es que van a hacerle un escáner y varias radiografías. No saben cuánto tardarán, por lo que el chico se deja caer en una silla de plástico de la sala de espera. Cubre su rostro con las manos y de repente se echa a llorar. Es un llanto incontrolado y nervioso.

Mientras está allí sentado, presa del estupor y de fuertes temblores, una funesta idea empieza a formarse en su mente… Un culpable. Un anónimo responsable de todo. Una persona que se ha dado a la fuga dejando a un lado su deber de socorro.

Odio, de repente el miedo se ha transformado en algo mucho más abrumador. La rabia se hace con el cuerpo y la mente de Dan y se siente a si mismo hervir por la furia. Se levanta y comienza a dar vueltas por la inmaculada sala, mientras otros de los que allí esperan lo observan. No es capaz de recordar qué coche era. ¡Maldita sea! ¡Ni siquiera se preocupó en recordar la matrícula! No sabe con quién está más enfadado, si con el conductor o consigo mismo.

Quiere salir de allí, se siente un león enjaulado. Una parte de él desea fervientemente ir a buscar al hijo de puta y cobarde que le ha hecho eso a su novia. Pero la otra desea desesperadamente saber qué le va a ocurrir a Sara, si estará bien. No quiere que esté sola cuando despierte.

Al fin, el médico va a su encuentro. Su cara no deja mucho a la imaginación. Le comunica que Sara tiene un gran hematoma en la cabeza y que tendrán que operarla de urgencia, pero que es muy delicado y no pueden asegurarle que saldrá del quirófano con vida. Ya han llamado a su familia, que está de camino. Dan da las gracias y de nuevo se desinfla en el asiento. El horror que siente ahora no es nada comparado con el de antes.

Un rato después, un vocerío lo saca de su ensimismamiento. Hay un grupo de policías que sostienen a un hombre que forcejea con ellos. Al llegar a la ventanilla de ingresos, Dan oye como los agentes informan de que era el responsable de un atropello y que lo habían atrapado después de darse a la fuga. Está borracho y dice que le duele el cuello después del golpe.

A Dan parece encendérsele algo por dentro y se siente a punto de estallar, pero se contiene. Observa la cara del hombre, que está increpando a los agentes y forcejeando inútilmente contra ellos. Se nota que está como una cuba, sus movimientos son vagos y descoordinados, y su hablar, lánguido y sin sentido.

Una enfermera se lleva al delincuente dentro para hacerle la exploración. Dan sigue esperando, hasta que llega la familia de Sara, a quienes explica detenidamente lo que ha ocurrido y lo que ha dicho el médico. Todos se sientan a esperar en silencio, perdidos en sus propias cavilaciones.

La operación dura muchas horas. Tantas, que Dan, después de la insistencia por parte de todos de que vaya a su casa y descanse un poco, tiene tiempo de darse una ducha, comer y descansar antes de volver al hospital. Aún así tuvo que esperar algún tiempo más antes de saber algo sobre Sara.

Finalmente, el médico viene de nuevo hacia la familia y el chico y les comunica que la operación se ha complicado un poco, pero que Sara ya se encuentra recuperándose en la UVI. Aún no pueden cantar victoria, pero lo peor parece haber pasado.

Al fin pueden verla. Está inconsciente y llena de cables y tubos por todas partes. La han lavado, y ya se puede ver con claridad la magnitud de las heridas. Lleva un pijama, pero se puede observar el brazo y la cabeza completamente vendados, la pierna escayolada, una enorme magulladura en el lado izquierdo de la cara ocasionado por el asfalto… Es tanto el dolor que sufre por verla así, que no puede evitar volver a llorar descontroladamente. Toda la familia lo hace.

Está tan preocupado por el estado de Sara que no puede conciliar el sueño esa noche. Duerme a intervalos, y de todas formas sus sueños son inquietos. Se levanta temprano y va a ver a Sara. Su familia aún no ha llegado, ya que se fueron más tarde que él y tendrían que descansar. Pasa a verla en cuanto puede y la observa en silencio un rato. Parece no sufrir ningún dolor, está preciosa cuando duerme. El tiempo pasa con el único sonido del monitor, dando constancia de que su corazón aún late.

Cuando llega la familia, Dan sale para dejarles intimidad. Pero cuando lleva tan solo unos minutos, unos gritos dan la alarma. Dos enfermeras llegan corriendo por el pasillo y entran en la habitación. El médico viene detrás. El chico no sabe qué ocurre y los familiares están saliendo con caras blancas de la habitación. Sara tiene un paro cardiaco. Cada segundo de los siguientes parece una eternidad en la mente de Dan.

La noticia es como un puño enorme, como bajar la temperatura diez grados de golpe, como bajar al mismísimo infierno en un segundo. Sara ya no volverá a abrir los ojos.

Dan entra en un estado de shock. No oye ni ve nada, no hay nada en su alma más que un dolor lacerante que quema gravando a fuego las palabras del doctor. Apenas puede respirar, pero camina por el pasillo tratando de salir de allí. Cuando pasa por recepción, están los mismos policías del día anterior recogiendo el alta del hombre que ha matado a Sara.

De nuevo la rabia se apodera de todos los sentidos de un destrozado Dan, que ya no es capaz de decirse a sí mismo que lo que tiene ganas de hacer no es lo correcto. La razón ha perdido la batalla al mismo tiempo que Sara, que no merecía ese final, daba su último aliento. El reo está en el coche de policía, esperando. No está vigilado, ya que las puertas solo se pueden abrir desde fuera. No se lo piensa, ni siquiera busca un arma. Su único poder es el de transmitir todo el dolor que siente, una fuerza sobrenatural que en ninguna otra situación podría tener.

Se acerca decididamente al coche de policía. El asesino le mira sin entender mientras se acerca, pero algo en la cara de Dan parece aterrarlo de repente. Sin miramientos, Dan abre la puerta de un tirón y saca a rastras al hombre, que no puede defenderse, porque está esposado. Una vez fuera, Dan le golpea en la cara con los puños, lo empuja y le da patadas hasta dejarlo en el suelo. Lo sigue pataleando mientras lo oye gritar. Varias personas se han detenido alrededor, estupefactas ante la escena.

- - ¡Eh, usted, deténgase! – los policías ya se han percatado de lo que está haciendo y vienen hacia el aparcamiento.

No le queda tiempo así que coge al asesino por el pelo y le golpea la cabeza contra el cristal del coche patrulla hasta que los policías llegan hasta él. Lo agarran por ambos brazos, inmovilizándolo, mientras el otro cae al suelo, envuelto en un charco de sangre. Dan no se percata de que está gritando incoherencias hasta ese momento. No es consciente de lo que ha hecho. Se deja llevar por los policías que lo meten a él en el coche patrulla en el mismo estado en que anteriormente había estado el otro. Irónico, piensa un recodo de su mente.

Sigue observando a los sanitarios que intentan reanimar al asesino de Sara. Pero al parecer no lo consiguen, los golpes han sido demasiado fuertes, demasiado determinantes. Lo tapan con una sábana y se lo llevan. Los policías terminan el papeleo y se llevan a Dan a comisaría.

Meses después, tras el juicio, Dan va a la cárcel. Le han rebajado la pena por el estado en que se encontraba, por lo que no pasará demasiado tiempo allí. Sin embargo, él no se arrepiente. Pese a que ha pasado el tiempo y ha tenido tiempo de reflexionar sobre lo que hizo, piensa que las cosas ahora están en su lugar. Vivir unos años en la cárcel es un mal menor comparado con el hecho de ser consciente de que quien mató a la persona que tú más querías podría estar en la calle de nuevo tras unos cuantos años de prisión.

Realmente Dan no deseaba la muerte de aquel hombre, solamente que sufriera, que fuera consciente del dolor que había provocado. Pero hoy en día poca gente confía en el sistema. Tal vez con razón, puesto que, para evitar los conflictos, las penas deben ser acordes a las necesidades de la sociedad.

domingo, 7 de noviembre de 2010

La noche

Me asomo a la ventana y diviso el mar de estrellas que se extiende a lo largo del horizonte, hasta donde la vista alcanza. Desde las murallas de mi alto palacio de cemento puedo ver la ciudad.

No sé por qué, pero el alivio me invade. Una tranquilidad infinita y casi inventada se adueña de mi mente embotada. Observo cómo la enorme metrópolis parece descansar por fin, un gigante que duerme bajo un manto oscuro y perlado.

El aire parece fresco por una vez. Me golpea en la cara con suavidad, pero es más frío que el puro hielo. Un escalofrío recorre este cuerpo volviendo a llenarlo de vida. Se siente como una pequeña descarga eléctrica que va de pies a cabeza. Inspiro hondo una vez, y otra, mientras sigo observando las luces de los que, como yo, aún no han permitido el paso a la quietud y a los sueños. Huele a viento, a chimenea y a hojas secas…

Es una pena que la madrugada siempre nos sorprenda durmiendo. No hay momento más perfecto para encontrar la paz tras un día duro. Las semanas se me antojan caóticas e intoxicantes, pero este instante nadie puede robármelo.

El silencio se percibe implacable, llenándolo todo. Qué bonitas las luces del mundo. Nunca me he sentido tan sola, y al mismo tiempo tan rodeada de gente. No es un sentimiento triste, sino tranquilo. Una certeza llana y simple. A veces es saludable estar solo.

Al final, el frío gana la batalla. Cierro la ventana, no sin antes mirar abajo desde lo alto de esta montaña, cuadrada y estéril, en la que habito. Al menos he conseguido que mi pedazo de espacio pueda ser llamado hogar.

Me duermo con la imagen de miles de puntitos blancos, amarillos, rojos y azules, e imagino que me hacen guiños en la oscuridad. Mañana volverá el caos, pero miraré esta ciudad desde los ojos de quien conoce sus secretos.